Comenzó a aparecer en la sala un joven rubio, 

con cabello a lo Warhol, silencioso, algo tímido,

acompañado, casi siempre, de una chica,

a veces, algún amigo.

Es mi alumno, me dijo Gonzalo.

Y el alumno empezó a subir al escenario, 

con naturalidad osada, con convencimiento sereno.

«Hola, Miguel».

Empezamos a saludarnos, a preguntarnos, qué tal vas,

que gracias, que qué bonito, que qué hay el siguiente lunes.

Y cada quince días, Miguel estaba

y subía

y su voz se hacía experta,

sus palabras cantaban

elegancia libertina,

cognición joven.

COMPAÑÍA, clamaba.

 

Miguel se cambió el pelo

y entró con americana

y una mochila siempre llena

y nos hacíamos bromas. 

La familia crecía, y él maduraba.

Ganó el premio, danzamos en Brieva, reímos fuera, 

nos sentimos en el Teatro Real.

De alcohol poco, de ciencia mucho, de poesía todo.

Cariño fácil que mutaba a verdad.

 

Ahora ese joven rubio luce de nuevo fósforo en el cabello.

La vida, de repente, le ruge sin piedad

y él está listo

y él va a seguir

firme

su camino.

Con palabras elevará su sendero

y nosotros, su otra familia, estaremos, por si acaso,

ahí

como bastones de baile.

Y yo, en alto, doy gracias

porque ese joven rubio, que entraba en la séptima planta,

con sigilo descarado,

se haya convertido, 

ya,

en mi, en nuestro, en un grande Miguel.

Pita Sopena